Donald Glover es el tipo de creativo que no
tolera ser observado. Solo hace falta notar la genuina timidez con la que se
resigna a realizar las mandatorias entrevistas que los códigos publicitarios le
exigen, para darse cuenta que su talento no es algo que él necesite estar
vendiendo al público en nombre de la fama. Desde sus comienzos como guionista
del 30 Rock de Tina Fey a los 23 años, la inquietud de Donald por no
quedarse quieto hizo que cada una de sus incursiones en la actuación, la
dirección o la música sean sinónimo de un éxito casi involuntario por lo fácil
que le resulta reinventarse.
Sin embargo, ni el furor tempranero con su grupo
cómico Derrick
Comedy, ni su sensacional irrupción pública como Troy en ese experimento
delirante llamado Community, ni su meteórica carrera musical bajo el
nombre de Childish Gambino — ganando todo tipo de premios y hasta rompiendo literalmente youtube con su último
video This is América — hacen que su currículum sea lo suficientemente
extenso para no seguir sumando más logros a su envidiable trayectoria.
Es así, que cualquiera está condenado a perder en la
comparación sí parece que no existiera nada que Donald Glover no sepa hacer y
que, encima, no lo haga de una forma magistral que denote su mirada ácida sobre
la industria cultural norteamericana.
A partir de esa beta contestataria, combinada con su ingenio
para la sátira y el humor absurdo, es que nació Atlanta (2016-): un ensayo
incisivo sobre la traumática existencia de la comunidad negra en los Estados
Unidos, que llega a cubrir desde la complejidad de las relaciones humanas,
hasta el inevitable conformismo del modelo meritocrático. Nada más sincero
y cruel que la simpleza de lo cotidiano.
En Atlanta, la cruzada de Earn –un Donald Glover
alterno que nunca pudo triunfar– intentando estar a la altura de su potencial
como manager de su primo Alfred (Brian Tyree Henry), un rapero en
crecimiento dentro de un ambiente tan frívolo y traicionero como es el de la
música, va a la par de la crisis de identidad de su ex novia Van (Zazie
Beetz), quien todavía tiene problemas para hallarse en su rol de mujer y de
madre, y la apatía de su amigo Darius (Lakeith Stanfield), el más
despreocupado de los cuatro y el que se la pasa la mayor parte del tiempo
abstraído de la realidad, filosofando sobre trivialidades. Ninguno de
ellos sabe bien a dónde se dirige su vida, y es la misma serie la que de a poco
nos va llevando al mismo descubrimiento.
Con esta premisa, la primera temporada fue un punto de
partida brillante para establecer un estilo propio que pudiera dar pie al
desarrollo de estos personajes. Varios de esos primeros episodios se
convirtieron en perfectas historias independientes que incluso ahora, con una
continuidad a cuestas, pueden verse como cortometrajes alternados de un mismo
relato.
Pero ni el rotundo reconocimiento de la crítica y el
público, ni la gran cantidad de premios acumulados desde su estreno en 2016,
podían insinuar el nivel de excelencia de esta segunda parte. Algo que no se
podría haber dado, sino fuera por el hecho de que todos los engranajes del
equipo (actores, directores, guionistas, musicalizadores, fotógrafos,
montajistas, y un largo etcétera) son partícipes de una misma visión creativa,
capaz de redefinir los estándares de lo que debería ser y tratar una serie de
TV.
El arte del robo
En una plena declaración de intenciones, esta segunda
temporada tiene la particularidad de llevar como subtítulo “Robbin’
Season” (temporada de robos), refiriéndose inicialmente a la época de fin
de año en donde los hechos de inseguridad son mayores, debido a la cercanía de
las fiestas.
Ya en el primer episodio se muestra una lograda secuencia en
donde un grupo de ladrones intenta robar una cadena de locales de pollo frito,
para luego terminar en un tiroteo digno de una película de acción, con giros de
cámara, heridos múltiples y un caos que a los ojos de Earn y Darius llega a ser
casi normal. Sin embargo, con el pasar de los capítulos, queda claro que
la Robbin’ Season se refiere a algo mucho más metafórico que el simple
aumento de hechos delictivos.
Desde el principio es que esta temporada alude a las muchas
formas distintas que existen de ser robado: La posibilidad de perder no
solamente dinero, sino también la dignidad, el optimismo, la inocencia, y hasta
el respeto por uno mismo. Cada uno de los protagonistas corre con sus propios
dilemas emocionales, comenzando con Alfred — alias «Paper Boi» en el mundo
rapero — como el personaje más ultrajado del elenco (a veces más que el mismo
Earn) y a la vez más hermético con tal de no mostrar debilidad en la ley
de selva de la industria musical. La interpretación medida de Brian
Tyree Henry es en gran parte la razón por la que Alfred sigue resultando un
torbellino indescifrable de emociones, con un nivel de expresividad que
llega a irradiar miedo, dolor o desilusión, incluso cuando se encuentra mirando
al vacío por la ventanilla de un auto.
En el transcurso de la temporada, Alfred es asaltado a punta
de pistola por su dealer de confianza (“Sportin’ Waves”, 2×02),
luego por sus fans — representantes del mismo entorno hostil en el que
creció — (“Woods”, 2×08), y hasta su peluquero se convierte en un ladrón de su
tiempo (“Barbershop”, 2×05), llevándolo por todo tipo de eventos
desafortunados sin siquiera tener la cortesía de cortarle el pelo. Es así que
por más que Al se esfuerce en imponer respeto como músico, o simplemente como
persona, la misma realidad se encarga de demostrarle que a nadie le importa lo
que él tenga para decir, y que su imagen como rapero es sólo un producto
efímero que no vale nada en el barrio.
Ciertamente Alfred no es la única víctima en el universo de
Atlanta, y es por eso que el concepto de robo se traduce también en
la manera en que el personaje de Van pierde la expectativa de desarrollar una
relación seria con Earn que, al margen de sus idas y vueltas, le significa un
padre ausente a su hija Lottie. Asimismo, el robo es algo que sucede
por cuenta propia. Earn es capaz de auto-boicotearse y desperdiciar el apoyo de
su familia y amigos, con tal de mantener su orgullo intacto; Como a su vez, la
pérdida de la dignidad es otro punto en común que aparece en el trato prejuicioso
que reciben Earn y Van en distintos negocios, ante la sospecha de que un negro
solvente es el equivalente a dinero robado o falso (“Money Bag Shawty”, 2×03).
Hasta el robo de una infancia feliz aparece como el eje central
de “Teddy Perkins” (2×06), uno de los mejores episodios de la serie
hasta ahora — y hasta se podría decir que de la TV estadounidense en
general — situando a Darius como el héroe involuntario de una historia sobre
padres negligentes y sus hijos perturbados.
De todas formas, Atlanta es capaz de jugar con la idea
del robo de maneras mucho más positivas, quitándonos las nociones
preconcebidas de lo que una serie sobre la comunidad afroamericana debería ser.
La marginalidad del rap y las clases trabajadoras como un contexto que se
presta al humor y el drama por igual, retratadas en guiones minimalistas donde
el silencio o la musicalización cobran mucha más trascendencia que los mismos
diálogos. Y todo esto, con una sutileza más cercana al ámbito indie, que
sin embargo logra hacer pie en el ámbito masivo y popular.
De la misma forma, la serie innova en la manera en que se
acostumbra a formar “grupos protagónicos” en la ficción, con integrantes
dispuestos únicamente a cumplir un determinado rol en la trama. Es inevitable
que los hilos de una historia se comiencen a ver sino existen personajes con
realidades y motivaciones completamente dispares. Sin embargo, en Atlanta estos
roles nunca terminan de ser del todo obvios, y es por eso que Glover y
Hiro Murai (director y colaborador de la mayoría de los episodios) hacen de
Atlanta un mundo vivo, que fluye de una forma mucho más orgánica e impredecible
que las clásicas narrativas de tres actos. Los personajes se encuentran en
permanente evolución, incluso cuando la trama no avanza, y esto funciona en
pantalla, al igual que funciona en la vida real.
Atlanta es principalmente una serie basada en reacciones, y
para conocer a estos personajes sólo hace falta verlos reaccionar frente a su
entorno, antes que escucharlos hablar con diálogos sobre-explicativos. El foco
no siempre está puesto en lo que dicen, sino en la forma que se miran, en lo
que visiblemente los ofende o los hace sentir incómodos.
Un gran ejemplo de esto es Juneteenth (1×09), en
donde Earn conoce a un intelectual blanco de clase alta tan obsesionado por la
lucha de la comunidad negra que se cree capaz de hablar desde el lugar del
oprimido. Es entendible que lo hace desde sus buenas intenciones, pero resulta
inevitablemente irritante para Earn, y todo esto se muestra desde sus
expresiones. Para el público es evidente su desagrado, ya que piensa que esta
persona no tiene autoridad para hablar de la problemática racial siendo blanco,
sin embargo, no es necesario escucharlo hablar para saber en qué está pensando.
Al final del episodio, cuando Earn estalla exponiendo todas las razones por las
considera que este hombre es un pedante, para nosotros no es ninguna sorpresa.
Contar mucho mostrando poco
Si la primera temporada transcurría mayormente con Earn,
Van, Alfred y Darius sorteando problemáticas cotidianas en conjunto, esta
segunda parte mantiene a sus protagonistas más bien separados, teniendo que
lidiar con sus propios dilemas a la manera de solos extendidos.
Varios de estos capítulos solitarios están enfocados en un solo personaje,
brindando la posibilidad a personajes como Van, Alfred o Darius, de realizar su
propia introspección en solitario. Mientras que otros hacen hincapié en
un dúo, tal como el viaje de Earn y Van a un festival alemán en “Helen” (2×04),
que termina poniendo en juego su relación y de paso profundiza la identidad
racial al mejor estilo Get Out de Jordan Peele.
La única excepción a esto es el noveno episodio, “North
of the Border”, que sitúa a Earn, Alfred, Darius y Tracy (el cuarto amigo
en discordia que vive momentáneamente en la casa de Alfred) en una travesía llena
de incidentes y malos entendidos, que concluye con la caída libre emocional de
Earn, rodeado de un grupo de estudiantes desnudos bailando hip hop y con la
bandera confederada de fondo. Pero aún así, la impronta de esta temporada es
mucho más lenta y reflexiva que lo que solía ser la primera.
“Alligator Man” (2×01) marca desde el principio este
tenor introspectivo detallando la relación entre Earn y su tío, un hombre
anclado en la mediocridad por sus malas decisiones y que funciona como un
espejo de los errores personales y profesionales que se acarrean en la historia
familiar de su sobrino. En ese intercambio es que Earn llega a decir: “Tengo
miedo de convertirme en vos. En alguien que todos sabían que era inteligente,
pero termino siendo un maldito sabelotodo que dejó que le pasaran cosas malas”.
Y esa catarsis es la advertencia que lo acompaña por el resto de la temporada.
Por otro lado, el ya mencionado “Woods” es otro
ejemplo de como la serie pone a sus personajes al límite con tal de hacerlos
evolucionar, y en este caso es Alfred el que realiza un viaje surrealista a
raíz de perderse en un bosque. El simbolismo de este encuentro lleva muchas
lecturas — más allá de lo desesperante de la situación –, y cada una de ellas
(desde las reminiscencias de su madre fallecida hasta el encuentro con un
linyera aparentemente desquiciado) muestran la parábola depresiva del personaje
a la hora de comprender y aceptar su fama.
Invariablemente cada capítulo de Atlanta posee una cuota de
narrativa abstracta que toma parte del absurdo para crear situaciones que
fácilmente se den a la libre interpretación. Y no solamente para crear un
manifiesto crítico sobre la discriminación o la falta de oportunidades, sino
también para hacer aún más delgada la línea entre lo real y lo irreal. Tal como
sucede en “Woods” y la epifanía alucinógena de Al para escapar su propio bosque,
varios son los episodios que se valen de estos momentos, en esencia increíbles,
para representar los miedos y culpas de los protagonistas.
La black-comedy generacional
Hacia el final de la temporada, todos los episodios conducen
al momento cúlmine en donde Earn logra superar el trauma del fracaso familiar y
se deshace de un revolver que le dio su tío. Ese mismo que desaprovechó su
potencial por las malas decisiones, ese por el que juró nunca parecerse. Y sin
embargo allí estaba, con el arma todavía en su mochila a punto de subir al
avión que lo llevaría a realizar el esperado tour europeo de Paper
Boi, y poniendo en juego su relación personal y profesional con su primo por un
simple descuido.
En un rápido movimiento Earn termina plantando la
pistola en el bolso del representante de otro rapero del equipo, y así, huyendo
de la responsabilidad de sus acciones, es que termina librándose sin querer de
la competencia musical de Alfred en la gira. Pero más importante aún, es la
decisión de no cometer los mismos errores que condenaron a su tío.
No es casual que unas horas antes Darius reflexionara sobre
como los negros no pueden permitirse el lujo de fracasar en la sociedad. Algo
en Earn tuvo cambiar para que su inconsciente no lo traicionara y lo llevara a
fracasar otra vez.
Alfred se da cuenta de todo esto, y ya más tranquilo rumbo
al primer escalón internacional de su carrera musical, es que por primera vez
deja de lado su hermetismo y se sincera. “Los negros harán lo que sea para
sobrevivir, porque no tienen alternativa. Y nosotros tampoco”, sentencia
la versión adulta del adolescente que alguna vez ocasionó el suicidio de un
compañero de escuela (FUBU, 2×10). En la ley de la selva no hay lugar
para los débiles.
Después de esta conclusión, es difícil no realizarse algunas
preguntas; ¿Es inevitable justificar los medios en nombre de los fines, siendo
negro? ¿Cuáles son los límites del éxito y el fracaso en la vida de Earn y
Alfred? Ninguna de estas preguntas tiene una sola respuesta.
Con este tipo de planteos y encrucijadas morales, Atlanta
definitivamente se convierte en algo mucho más profundo que una comedia
generacional, llega a ser la serie sobre todo y sobre nada por
excelencia, la Seinfeld negra del siglo XXI. Los tiempos cambian, pero
ambas retratan extraordinariamente una época. De la misma manera que Jerry,
George, Elaine y Kramer resumían perfectamente la superficialidad primer-mundista del
neoyorkino blanco de los 90’, Earn, Alfred, Van y Darius son los máximos
exponentes del joven-adulto (y negro) que no llega a fin de mes, y que por
primera vez alza la voz para hablar del racismo encubierto y manifiesto de la
sociedad estadounidense.
Antes de partir al aeropuerto con la mente puesta en la
gira, Hiro Murai y los hermanos Glover (Stephen como guionista) nos regalan una
última escena con los tres pibes reunidos alrededor del sillón del
patio de Alfred. Todavía faltaba la gran prueba de fuego de Earn,
pero pocos momentos resultan tan reconfortantes como verlos nuevamente
compartiendo algunas risas (de las pocas de la temporada) y un último porro juntos,
concluyendo oficialmente la Robbin’ Season no sin antes romper todas
nuestras expectativas.